Corría el mes de
julio, era de madrugada y Cecilia se debía preparar para ir rumbo a la
oficina.
El
edificio, llamado por muchos "la torre negra", era alto, tenía
alrededor de 20 pisos y los primeros eran destinados al estacionamiento de los
automóviles, ya que había demasiados empleados: ingenieros, secretarias,
mensajeros, vigilantes, capturitas, etc. Todos debían checar sus tarjetas
a las 7:00.
Cecilia era secretaria, intentaba cumplir con pulcritud y eficiencia,
atendiendo a las recomendaciones recibidas en la escuela donde estudió.
Se presentaba limpia, bien arreglada, tomaba dictado, mecanografiaba los
textos, redactaba solicitudes y respuestas a oficios, además de procurar estar
siempre de buen talante ante sus jefes y visitantes a la oficina.
Ella prefería,
entre todas las actividades que eran su competencia profesional, la de escribir
en la máquina. Era una enorme máquina eléctrica, a ella le cambiaba el
disco o "margarita" para elegir el tipo de fuente que usaría para
cada texto y además, sentía como si tocara el piano; la sensación de movimiento
de los dedos, acompasado y rápido, casi sin errores, le fascinaba.
Un día, un ingeniero
que era limitado en extremo, la increpó y le dijo:
--Cecilia, tú no eres aquí
más que una secretaria. Así que te debes limitar a saludar y decir
"sí, ingeniero". Evita hablar con los demás porque no somos
iguales.
Cecilia, enfurecida
por desconocer el origen del comentario, sintió que se le adormecían las manos
y el rostro al tiempo que respondía:
--Respéteme usted a mí,
ingeniero.
A partir de ese
día, a Cecilia se le adormecía el rostro cuadro experimentaba alguna situación
de conflicto fuerte y después, ante cualquier emoción. Ella sintió cómo
iba cambiando su estado de ánimo, como iba rindiendo menos en el trabajo y la menar
en que lo desempeñaba no era de la misma calidad, incluso llegó a olvidar el
lugar de las teclas en la máquina de escribir.
Acudió varias
veces a la clínica que le correspondía, iba con la firme intención de saber qué
es lo que estaba ocurriendo en ella, pero siempre se encontraba con la misma
respuesta:
--No es nada, váyase a
trabajar.
Entonces ella,
cansada, somnolienta, malhumorada y con el adormecimiento en el rostro,
regresaba a cumplir con su función secretarial.
Era a mediados
del mes de julio cuando ella se levantó para ir al trabajo. Pero antes de
salir de la casa, sintió un frío en el cuerpo y se desmayó. Su cuerpo se
agitó como rebelándose a su destino: no quería más adormecimientos, no quería
más emociones, noquearía más negativas médicas.
Su madre,
asustada, la llevó a la cama y llamó al médico, un doctor vecino que atendía a
la familia y que a Cecilia la había visto hacía casi un año.
Cuando el doctor
la auscultó, rápidamente dio un diagnóstico:
--Epilepsia. Cecilia
tiene epilepsia y debe tomar medicamento para controlarla. Además, vamos
a enviarle un estudio de electro-encefalograma.
--Muchas gracias,
doctor--contestó la madre mientras la joven aún no comprendía lo que había
ocurrido.
La falta de
comprensión se prolongó durante tres días en los cuales no asistió al trabajo.
Pero ella no lo recordaba, no tenía idea de lo que había pasado ni de lo
que sería su futuro.
Al cuarto día,
la madre se levantó y dijo a Cecilia:
--Hoy es el cuarto día que
faltas, necesitamos ir a tu trabajo para que te vean y para llevar la receta
médica.
--Está bien--contestó Cecilia
que casi no hablaba pues tenía dificultad para recordar términos y expresar sus
ideas, si es que las tenía.
Después de esa
breve plática, Cecilia perdió la noción de las cosas, la memoria le fallaba
mucho y solamente recordó, cuando vio a la doctora que la enviaba a un hospital
de la institución ubicado en Atzcatozalco, era la misma que la había regresado
varias veces al trabajo porque no veía en ella problema alguno.
De inmediato,
madre e hija fueron hacia el hospital y ahí, después de hacer varios trámites
(no encontraron el expediente de la joven) entró por fin con el médico
especialista. El neurólogo preguntó acerca de lo que sentía Cecilia, por
qué era que le había dado la crisis, desde cuándo se sentía cansada y
somnolienta, además, el nombre de los objetos:
--Qué es esto=-- inquirió al
tiempo que señalaba un anillo.
--Un... un...--respondió la
muchacha tratando de recordar el nombre del objeto que se ponía en los dedos.
Después, el médico sacó un
llavero y lo mostró a Cecilia y, tras la pregunta acerca de esto, ella se vio
en el predicamento de la anterior.
El resultado del
día fue que Cecilia quedó hospitalizada y le fue programada una cirugía, para
el 21 de agosto de 1987.