domingo, 14 de noviembre de 2010

EL DIARIO DE LOS NIÑOS


Carolina, maestra de apoyo en la escuela, da atención a los grados superiores pero, se dice, prefiere atender a los pequeñitos de la escuela.  Un día de esta semana, cuando había concluido con la atención a los grupos que son su obligación, pensó en ir a saludar a sus antiguos alumnos, los niños de 2º. 
   La emoción la invadió cuando, al pedir permiso para entrar al salón, los niños se levantaron y la rodearon, la rodearon y abrazaron.  Después, Giovanni, el niño sobresaliente, le mostró lo que estaban haciendo: un Diario.
   Carolina, entusiasmada por la belleza de las hojas engrapadas con dibujos en la portada, pidió al niño leyera el contenido. 
   Así, cada uno de los niños fue mostrando el cuadernillo adornado individualmente, cada uno de los alumnos leyó lo que le parecía que había sido lo más importante del día: hubo quienes dieron mayor importancia a sus juegos, a su comida, a los aprendizajes escolares, a la convivencia familiar.
   Como premio a todos ellos, Carolina fue a su estante y sacó una bolsa con paletas y dijo a los niños:
--¿Recuerdan que el año pasado venía por algunos de ustedes?
--Sí—contestaron al unísono.
--Bueno, pues ahora vamos a hacer lo que hacíamos el año pasado.
   Dirigióse a Verónica, una niñita inquieta que no presenta problemas para aprender, pero que es sumamente afectuosa y le dijo:
--Por favor, dale una a cada uno de tus compañeros.
   Después, dirigió la actividad de articulación con la paleta.  Unos minutos después, les invitó a disfrutar del dulce y ella, una vez más, se sintió reconfortada y feliz de trabajar en la escuela. 

BENJAMÍN, EL MÁS PEQUEÑO DE LA FAMILIA

Benjamín, el chico travieso que siempre pone la nota de inquietud en el salón de clases, el mismo que admite sus pillerías ante los adultos que le invitan a confesar sus tropelías.  Benjamín desea o, mejor dicho, su madre quiere que haga la Primera Comunión.  Peo el niño no ha asimilado que este es un acto de fe, que debe poner su empeño y voluntad para controlar sus inquietudes.
   Su madre acudió a la escuela, se presentó con una expresión de angustia, pues el niño no hará la Primera Comunión porque la catequista lo reprobó: no ha aprendido lo necesario para comulgar, para comer la hostia.
   A Benjamín no le preocupa, él es un niño disperso, desatento, simpático y valiente.  No ha pensado en la necesidad de ser religioso, de tener un soporte moral cuando le lleguen los problemas a los que tendrá que enfrentarse, forzosamente, cuando crezca.
   El viernes pasado, la maestra lo vio entrar a la dirección, el niño entró patinando sobre el piso resbaloso.
--Hola, Benjamín.  ¿Cómo estás?
--Bien, gracias—contestó el niño mientras ejecutaba un giro.
--¿Te gusta patinar sobre el suelo?
--Sí, es como el piso de mi casa.
--¿Ya estás listo para hacer la Primera Comunión?
   El menor se detuvo, sonrió y dijo tímidamente:
--Más o menos.  Es que no me he aprendido todas las oraciones.
--Bueno, pero ya sabes algunas, ¿no?
   De nuevo, respondió con timidez:
--Sí.
   La maestra se sintió contenta puesto que a los sujetos que como Benjamín, serán adultos  en el futuro vivirán situaciones difíciles, es necesario que tengan un asidero, es decir, algo en lo que puedan apoyarse, aunque no sea en la ciencia.

DE REGRESO A LA REALIDAD


Se había prometido no volver a intentarlo, era decepcionante el hecho de hacer un ejercicio reflexivo previo y, a consecuencia de ello, descubrir la cloaca, respirar el fétido olor que emana de la podredumbre…
   A pesar de haberse desconectado de los noticieros, los periódicos y todo cuanto pudiera traerle el retrato extenso de la situación social, no pudo alejarse de su realidad cercana, la que de manera cotidiana se presenta en su ámbito laboral.  Por eso, Gabriela María pensó: “No puedo más, no es posible alejarme puesto que esto significaría cortar con la cordura, caer en estados de locura o morir”, “No es posible mantenerme al margen de lo que pasa en mi país ni de pretender que no me afecta, claro que me afecta”. 
   Resuelta, se acercó a su computadora, oprimió los botones y vio cómo se encendía la pantalla, después salía un logo y, por último, intentó un nuevo texto, fruto de su reflexión.  “¿Acerca de qué puedo escribir ahora?  Han ocurrido muchos sucesos a mí alrededor y ninguno de ellos es digno de alabanza.  A ver, en mi entorno cercano ocurrió un asalto brutal a mi sobrino, la gestación de malos mexicanos por la sobre-protección y sobre prepotencia de los padres de familia, la ignorancia de la mayoría de los adultos que se reproduce y se incrementa en sus hijos, la violencia intrafamiliar, la sobrepoblación como resultado de la ignorancia y el desapego materno, y, además, de las palabras vacías de Felipe Calderón que pretende que se hable bien de México en los medios de comunicación…”
    La mujer permaneció un buen rato frente al teclado, con las manos sobre las teclas, rozándolas suavemente mientras decidía de qué podría escribir y, tras pensar acerca de qué era no lo más grave, sino el origen de muchos de los males del país, decidió hacerlo acerca de la sobrepoblación como origen y cause de los males de México. 
   Gabriela, concentrada en lo que hacía, intentaba aportar su visión y compararla con la de otras personas, pero en su medio no tenía mucho eco, por lo que se había conformado con escribir para ella misma.  Redactó lo siguiente:
   “El problema de la sobrepoblación ha aplastado a muchos países, sobre todo a los que menos tienen porque carecen de políticas demográficas.  Recuerdo que hace algunos años se escuchaba en campañas que “la familia pequeña vive mejor” y “menos hijos para darles más”, pero eso quedó en el olvido.
    “Hace algunos días conocí a un señor de menos de 30 años que tiene 7 hijos, todos en situación de pobreza; supe de una familia con 14 hijos que duermen todos en dos camas, por último, vi que el pésimo actor extranjero Andrés García tiene 16 hijos.” 
   “No se trata del poder adquisitivo ni de las facilidades que otorgue el gobierno para asegurar a los padres que pueden tener todos los hijos que sus instintos o sus deseos les hagan concebir, se trata de pensar en el futuro:  cómo vivirán? ¿Podrán contar con los satis factores básicos para una subsistencia digna? ¿Tendrán lugar dónde vivir?  ¿Alcanzarán los alimentos? ¿Cómo se desplazarán de un lugar a otro? ¿Qué oportunidades de superación tendrán? ¿Y si se presenta algún accidente que los vuelva vulnerables, discapacitados, o que altere sus estados emocionales de manera parcial o permanente?  ¿Existen acaso los apoyos institucionales y privados necesarios para cualquier eventualidad?”.
   “Estoy segura de que en mi país existen personajes con puestos de relevancia nacional que no planean ni anticipan, que son incapaces de pensar en el efecto de los actos y que trabajan improvisando siempre, por eso la permanencia de las situaciones de riesgo poblacional, alimentario, de seguridad y de otros aspectos de la vida nacional”.
   Gabriela se detuvo, releyó lo escrito y su mirar se entristeció, no veía solución a su país.  “A las personas como yo, que algunos tildan de realistas o negativas, no nos queda sino continuar  a la expectativa de los acontecimientos, procurando intervenir de manera anónima, desde nuestra pequeñez, para hacer de los mexicanos con los que tenernos contacto, personas que actúen no de forma inmediata, sino después de una reflexión, aunque es tan difícil.”
   Gabriela dejó de escribir, no tenía ánimos para continuar, estaba totalmente decepcionada de la realidad… 

21 DE AGOSTO


Corría el mes de julio, era de madrugada y Cecilia se debía preparar para ir rumbo a la oficina. 
       El edificio, llamado por muchos "la torre negra", era alto, tenía alrededor de 20 pisos y los primeros eran destinados al estacionamiento de los automóviles, ya que había demasiados empleados: ingenieros, secretarias, mensajeros, vigilantes, capturitas, etc.  Todos debían checar sus tarjetas a las 7:00.
      Cecilia era secretaria, intentaba cumplir con pulcritud y eficiencia, atendiendo a las recomendaciones recibidas en la escuela donde estudió.  Se presentaba limpia, bien arreglada, tomaba dictado, mecanografiaba los textos, redactaba solicitudes y respuestas a oficios, además de procurar estar siempre de buen talante ante sus jefes y visitantes a la oficina.
   Ella prefería, entre todas las actividades que eran su competencia profesional, la de escribir en la máquina.  Era una enorme máquina eléctrica, a ella le cambiaba el disco o "margarita" para elegir el tipo de fuente que usaría para cada texto y además, sentía como si tocara el piano; la sensación de movimiento de los dedos, acompasado y rápido, casi sin errores, le fascinaba.
   Un día, un ingeniero que era limitado en extremo, la increpó y le dijo:
--Cecilia, tú no eres aquí más que una secretaria.  Así que te debes limitar a saludar y decir "sí, ingeniero".  Evita hablar con los demás porque no somos iguales.
   Cecilia, enfurecida por desconocer el origen del comentario, sintió que se le adormecían las manos y el rostro al tiempo que respondía:
--Respéteme usted a mí, ingeniero.
   A partir de ese día, a Cecilia se le adormecía el rostro cuadro experimentaba alguna situación de conflicto fuerte y después, ante cualquier emoción.  Ella sintió cómo iba cambiando su estado de ánimo, como iba rindiendo menos en el trabajo y la menar en que lo desempeñaba no era de la misma calidad, incluso llegó a olvidar el lugar de las teclas en la máquina de escribir.
   Acudió varias veces a la clínica que le correspondía, iba con la firme intención de saber qué es lo que estaba ocurriendo en ella, pero siempre se encontraba con la misma respuesta:
--No es nada, váyase a trabajar.
   Entonces ella, cansada, somnolienta, malhumorada y con el adormecimiento en el rostro, regresaba a cumplir con su función secretarial.
   Era a mediados del mes de julio cuando ella se levantó para ir al trabajo.  Pero antes de salir de la casa, sintió un frío en el cuerpo y se desmayó.  Su cuerpo se agitó como rebelándose a su destino: no quería más adormecimientos, no quería más emociones, noquearía más negativas médicas.
   Su madre, asustada, la llevó a la cama y llamó al médico, un doctor vecino que atendía a la familia y que a Cecilia la había visto hacía casi un año.
   Cuando el doctor la auscultó, rápidamente dio un diagnóstico:
--Epilepsia.  Cecilia tiene epilepsia y debe tomar medicamento para controlarla.  Además, vamos a enviarle un estudio de electro-encefalograma.
--Muchas gracias, doctor--contestó la madre mientras la joven aún no comprendía lo que había ocurrido.
   La falta de comprensión se prolongó durante tres días en los cuales no asistió al trabajo.  Pero ella no lo recordaba, no tenía idea de lo que había pasado ni de lo que sería su futuro.
   Al cuarto día, la madre se levantó y dijo a Cecilia:
--Hoy es el cuarto día que faltas, necesitamos ir a tu trabajo para que te vean y para llevar la receta médica.
--Está bien--contestó Cecilia que casi no hablaba pues tenía dificultad para recordar términos y expresar sus ideas, si es que las tenía.
   Después de esa breve plática, Cecilia perdió la noción de las cosas, la memoria le fallaba mucho y solamente recordó, cuando vio a la doctora que la enviaba a un hospital de la institución ubicado en Atzcatozalco, era la misma que la había regresado varias veces al trabajo porque no veía en ella problema alguno.
   De inmediato, madre e hija fueron hacia el hospital y ahí, después de hacer varios trámites (no encontraron el expediente de la joven) entró por fin con el médico especialista.  El neurólogo preguntó acerca de lo que sentía Cecilia, por qué era que le había dado la crisis, desde cuándo se sentía cansada y somnolienta, además, el nombre de los objetos:
--Qué es esto=-- inquirió al tiempo que señalaba un anillo.
--Un... un...--respondió la muchacha tratando de recordar el nombre del objeto que se ponía en los dedos.
Después, el médico sacó un llavero y lo mostró a Cecilia y, tras la pregunta acerca de esto, ella se vio en el predicamento de la anterior.

   El resultado del día fue que Cecilia quedó hospitalizada y le fue programada una cirugía, para el 21 de agosto de 1987.

PAULA.


  Para Paula todo era común, creía que ya había visto todo, que las experiencias que había acumulado a lo largo de su vida eran suficientes como para definirla y que ya no tenía otra cosa más qué hacer.   
   Hacía tiempo, no llevaba la cuenta, había enfermado, un padecimiento renal le obligaba a hacerse diálisis cada tercer día, estaba fastidiada y su cuerpo debilitado, tal como su espíritu.  
   Cuando fue llevada por primera vez al hospital, según le había dicho su madre, era muñí pequeña y casi no podía sostenerse, estaba pálida y lloraba mucho; ella lo había olvidado, es que había llorado ya tantas veces que no sabía cuál había sido la primera.
--Eres la próxima en la lista para el trasplante--le informó una enfermera del hospital.
   Paulina estaba aburrida, adolorida, se sentía agredida cada vez que entraba a la máquina que limpiaba su sangre.   Por lo anterior, estaba decidida: no se haría el trasplante.
   La familia de Paula solicitó la intervención de profesionales y amigos para tratar de convencer a la joven mujer que, a pesar de su apariencia infantil, se veía agotada como una anciana.
   Así transcurrieron algunos meses y la familia de Paula vivía en la zozobra.  Pero sucedió algo inesperado, Jovita, hermana de Paula, dio a luz un bebé y fue a vivir en la casa paterna.
   Este hecho constituyó una motivación para la enferma, el niño proveyó a Paula del valor, el interés, el ánimo y el arrojo necesario para aceptar la operación.
--Cuando crezca un poco más, querrá jugar conmigo y no puedo estar enferma.

¿QUIÉN MATÓ A PAULETTE?


No sé con qué finalidad que no sea la de lucrar con una tragedia, Amanda de la Rosa se estrenó como "escritora" a través de la explotación de la tragedia acontecida a la niña Paulette.  Hace tiempo escribí acerca de lo que pienso en torno a este infanticidio, que pudo haber sido filicidio.
   Además, ayer escuché en un programa televisivo que se había visto a Lizbeth Fara en Acapulco.  Me pregunto: ¿Acaso los hijos no valen lo suficiente como para guardar duelo respetuoso?
   Evidentemente, ese caso es turbio, hubo omisiones y se pasó por alto declaraciones de personas desinteresadas que querían bien a la niña, me refiero a las dos sirvientas de la familia Gebara.
   Pero como estamos en el país de la impunidad y la balanza se inclina en favor de los poderosos, no hubo culpable.
   Intrigada, por la mañana estuve buscando información acerca de Lizette Fara y de su esposo, Mauricio Gebara...  Lo que encontré fue sorprendente, al menos para mí, que pertenezco a la clase media:
   Un reportaje acerca de su boda, hace nueve años.  En ella participó la orquesta de Bellas Artes, eso me permite calibrar la magnitud de la influencia familiar y me explica por qué fueron inocentes.
   Creo que lo peor en cuanto a conductas delictivas se halla en los extremos sociales.

UNA HISTORIA DE VIDA.


  Eduviges tiene 39  años, su vida ha transitado contada clase de necesidades pues desde niña, fue abandonada por su padre y a los 12 años tuvo que unirse a un  muchacho de 20 para tener lo básico:  frijoles, maíz, chiles, un lugar habitable  y vestido para ella y su madre.
   Así comenzó la vida de Eduviges, sin alicientes y con la única ambición de sobrevivir a la miseria.   El lugar en el que se desarrolló esta historia es un municipio del estado de Hidalgo, lugar alejado y olvidado por los gobernantes y presidentes municipales.
   Pues entonces, la vida de una niña se transformó de inmediato, al llegar a la vida del joven que, por no estar en la ciudad, cometió estupro.  Al poco tiempo, ella dio a luz un niño al que llamó Alberto, después otro y otro y otro hasta llegar a nueve hijos.
   Por su parte, el hombre de la casa, fuerte y trabajador, se desempeñaba como músico, electricista, plomero, zapatero o lo que hiciera falta con tal de obtener dinero para mantener   su vasta, vastísima familia.  
   Un día, Rigoberto, el padre y cabeza de familia, se sintió enfermo, había perdido visión y acudió al médico.
--Es una enfermedad degenerativa.  No hay remedio, pronto quedará ciego.
   Y el día llegó cuando Rigoberto era un obre de 38 años, con nueve hijos, una esposa y su suegra, además de su madre y hermana.
   Al dejar de percibir la luz, los contornos, los contrastes, las formas, también dejó de percibir lo que ocurría a su alrededor, cerró sus oídos a las necesidades, alegrías, intereses e inquietudes de sus hijos y esposa.
   Ahora, Rigoberto no realiza actividad alguna, vegeta y espera la muerte que, mientras llega, le permite insultar, maltratar y ofender a su familia.