Guadalupe se sentía enferma, tenía mucho sueño y por un
agotamiento que no comprendía. Se sentó,
respiró profundo y ojos, para intentar
determinar qué de todas sus actividades
cotidianas le había resultado más pesada que de costumbre: “A ver, hoy me levanté,
preparé el baño para Pancho, le hice el
desayuno y el almuerzo para que se lo llevara; después, salí a lavar la ropa, porque hoy es el día
que puedo utilizar el lavadero, la tendí y bajé de nuevo al cuarto. Mis hijos aún dormían y les dejé que siguieran
así porque estaba muy cansada…”
De repente, la voz
de Marco, el mayor de sus hijos, la distrajo:
--Mamá, dónde está el control del estéreo? Quiero poner música y no lo encuentro.
--Ay, Marco. Por
favor, ahora no, tengo pesadez en la cabeza, me siento muy mal.
--Pero, mamá, déjame escuchar solamente un poco. Además, a ti también te gusta escucharla.
--Sí, pero ahora no—dijo Guadalupe mientras se recostaba en el camastro.
--Bueno, entonces, qué vamos a desayunar?
--Busca en el refrigerador, debe haber algo. Pero ahora, déjenme descansar.
--Bueno.
Guadalupe continuó con el malestar. Además del agotamiento, la pesadez en la
cabeza, experimentaba un cosquilleo en
el cuerpo, sobre todo en la lengua.
“Tengo que ir al doctor. No puedo
seguir así porque, aunque mi vida sea fea y llena de miseria y problemas, mis
hijos me necesitan. Sobre todo Marco”.
Se levantó y con
desgano, peinó su cabello, limpió su
cara y se puso un suéter. Al llegar al
consultorio del médico la auscultó y dijo:
--Señora, necesitamos que se le practiquen unos análisis de
sangre y orina. Debemos determinar qué
es lo que padece, pero todo indica que es diabetes.
--¿Diabetes?— PREGUNTÓ CON TEMOR Guadalupe—Mi papá está
enfermo de diabetes y debe tener muchos cuidados, sobre todo en su
alimentación. ¿Cómo haré yo para poder
mantener una alimentación tan estricta?
Pasaron unos
meses, Guadalupe había ya logrado adaptarse a la nueva forma de vida: evitar
los problemas con sus vecinos, con su
esposo demás familiares, las
preocupaciones y dejado de ingerir alimentos ricos en harina, grasas y
azúcares.
Un domingo por la mañana, Pancho dijo:
--Voy a ver a mi mamá.
Allá me quedo a comer—y dirigiendo la vista hacia sus hijos les
preguntó: ¡alguien quiere ir conmigo!
Los niños se
rehusaron, no deseaban cometer un acto
de traición hacia su madre; Lupe había
vivido varios episodios violentos con la familia de su esposo y, hacía
varios años, no establecía contacto alguno con la familia de Pancho.
Más tarde, Lupe y sus
hijos fueron a pasear por un parque cercano, caminaron, comieron paletas de
hielo y jugaron.
Al llegar la noche, los tres entraron en el cuarto, se
alistaron para dormir y se acostaron, cada uno en las camas que tenían
asignadas: la litera para los niños y Lupe en la camita individual.
Dieron las 11:00, las 12:00 y Pancho no aparecía. A las 12:35 se abrió la puerta, entró una
figura delgada y baja, se acercó
tambaleante la cama donde estaba Lupe semidormida y comenzaron los gritos:
--Órale, triste vieja.
Por tu culpa, casi me agarro a trancazos con i hermano.
Lupe abrió los ojos
sobresaltada, pero de inmediato pensó “No debo, no debo enojarme caer ella
provocación”
--Qué no me oyes? Te
estoy diciendo que solamente me causas problemas con mi familia.
Lupe cerró los ojos,
los apretó y fingió dormir. Los niños
escuchaban y gritaban:
--Papá, ya duérmete.
No ves que vienes borracho?
--Ustedes no se metan, cállense.
Pancho extendió el
brazo y agarró fuertemente el cabello de Lupe:
--Órale, hija de…, levántate porque te voy a dar.
Lupe gritó de
dolor, y llorando dijo:
--Déjame en paz, no me molestes. Qué no ves que estoy diabética?
--Sí, maldita, pero ahora mismo se me van de la casa, tú y
tus infelices hijos.
José se abalanzó
sobre su padre, intentando proteger a su mamá, pero fue imposible porque el muchacho,
discapacitado, no tiene la fuerza ni el equilibrio ni la coordinación que su
padre ebrio.
Entonces, como pudo,
gritó a un vecino:
--Vecino, por favor, ayúdenos.
En ese momento, una patrulla pasaba por el frente de la casa
donde rentan un cuarto, se detuvo la
sirena y bajaron dos uniformados:
--Qué tanto pasa ahí?—dijo uno de los vigilantes.
--Señor—dijo José—es mi papá, quiere pegarnos.
--Señor, lo remitiremos
a la Delegación. No debe ser violento.
--Pero por favor, no me lleven—dijo Pancho. Tras una negociación, el individuo quedó en
su casa.
Al día siguiente, lunes, llegaron a la escuela como de
costumbre. José, sin embargo, tenía una
idea fija, que lo acosaba y le impedía prestar atención a las indicaciones de
la maestra.
--José, ¿por qué no te puedes concentrar?
--Maestra, es que pasó algo muy feo. Mi papá nos corrió de la casa y se puso muy loco—respondió el
muchacho con una expresión de preocupación y desencanto.
--A ver, José, hay problemas que son de los grandes y tú no
puedes hacer nada para resolverlos.
--Sí, maestra, pero yo quisiera que usted hablara con mi papá. Por favor, dígale que no se ponga así.
La maestra quedó
pensativa, preocupada por el muchacho que había logrado algunos avances
cognitivos y conductuales. Recordó que
hacía varios años que conocía a José, a Lupe y Gema, la hermanita de José
--Está bien, José. Te
daré un citatorio para mañana mismo.
--Sí, gracias. Pero
por favor, cuando venga mi papá, me llama para ver si le da vergüenza.
La maestra no respondió, pues tenía la firme convicción que los problemas a
adultos, se arreglan entre adultos y que para proteger la integridad emocional
del niño, que estaba ya muy deteriorada,
debería preservarlo de cualquier
comentario o confrontación.