Siempre se había sentido
orgullosa de su nombre, era el título de una novela de la época de oro de la
literatura española. Cuando joven,
Marianela soñaba con un destino diferente al de la protagonista de la obra,
pues ella tenía una realidad opuesta:
vivía en un barrio de categoría en una provincia, estudiaba el bachillerato y
su círculo de amigos era selecto.
Marianela, a fuerza de admirar
la literatura hispana, había adquirido habilidades para redactar todo lo que imaginaba, tenía una “pluma” excelente
para describir escenas, sucesos,
sentimientos y acciones a tal punto, que entre sus amigos era conocida como
“Pluma de oro”.
Al cumplir los 19 años,
interrumpió su vocación para dar pie a una nueva y recién aparecida labor: ama
de casa. Marianela estaba embarazada y,
como miembro de una familia conservadora, decidió abandonar las letras y sumergirse en la aventura del
matrimonio.
Pablo, que así se llamaba su
esposo, era un poco mayor que ella, se dedicaba a los negocios y tenía un
futuro promisorio. Ambos hacían bonita
pareja, según les decían sus allegados.
Al llegar el primogénito de
la venturosa pareja, el médico dijo:
--Señora, felicidades, tuvo usted un bebé hermoso.
Unos meses después, Marianela notó que su bebé, que había
conseguido ya tomar los objetos y colocarlos en otro lugar, ya no podía localizar las cosas, que se orientaba solamente por el sonido emitido personas o producido por el choque o manipulación de cosas. Lo llevó al pediatra y éste le comunicó que
seguramente el niño estaba desanimado, que debería procurar darle más
experiencias.
Marianela quedó embarazada
nuevamente. Pablito, su primogénito,
tenía ya un año de edad y tenía una talla muy pequeña; como el niño rechazaba muchos de los
alimentos que ella le daba, estaba segura que a eso se debía el retraso en su
crecimiento, además, Pablito presentaba torpeza motriz, pero ella desconocía
qué era lo que el menor debía hacer de acuerdo a su edad.
Cuando nació su segundo bebé,
al que llamaron Benito, tuvo una experiencia similar: las felicitaciones de
todos los familiares y conocidos, el lío
con la organización de los tiempos de alimentación, el cambio de pañales, la visita mensual al
pediatra y, además, su labor como
esposa.
--Lo bueno es que tengo el servicio de la niñera y de la que hace la
limpieza de la casa. Si no, ya hubiera
enloquecido—dijo en una ocasión a su madre.
Pablito había cumplido ya dos años y Benito tenía cinco meses, ella decidió cambiar de pediatra porque veía
que sus hijitos, en lugar de evolucionar y desarrollarse, presentaban síntomas y conductas inusuales, por ejemplo:
Pablito continuaba rechazando la comida, aunque ésta fuera variada y suculenta,
además de que ya no caminaba; y Benito, que ya había logrado reconocer los
alimentos y a las personas cercanas a él, se mostraba indiferente ante cualquiera de ellos.
El médico, de edad madura y por ello,
seguramente con gran experiencia, había recomendado la aplicación de análisis
para observar el funcionamiento
metabólico de los infantes y el día de hoy, a las 9:00 de la mañana,
tenían la cita para recibir las indicaciones
relativas a la crianza y, en caso de ser necesario, medicamentos que habría que
administrar.
Marianela llevó a los pequeños en una carriola doble,
muy arregladitos, Pablo llevaba un trajecito azul y un babero del mismo color, pero con una tonalidad más
tenue; Benito iba vestido con un comando
color beige y un babero amarillo. Cuando
estuvieron dentro de la carriola, Marianela los miró y dijo:
--Ya vámonos, mis angelitos.
A las 10:00 salió de la
Clínica, iba con la cabellera revuelta como si un fuerte ventarrón la hubiese
despeinado, tenía la mirada perdida y una expresión de dolor profundo.
De nuevo en su casa, Marianela
desató el cinturón que resguardaba a sus vástagos, los sacó y colocó en la alfombra de la sala. Dijo a su empleada:
--Victoria, por favor, pon a llenar la tina.
--Sí, señora.
Mientras tanto, tomó a sus
dos bebés entre sus brazos y subió las
escaleras hasta llegar a la enorme cama de su recámara. Ahí estuvo con ellos, jugando, abrazándolos,
haciéndoles cosquillas y besándolos.
Se abrió una puerta y Victoria
dijo:
--Ya está listo, señora.
¿Necesita algo más?
--No, gracias.
La muchacha salió de la
habitación; Marianela vio a Pablito,
quitó su babero y su trajecito azul, a Benito lo liberó del babero y del
comando beige, ambos tenían pañal. Con
cuidado, despegó las cintas que
sujetaban aquella superficie mojada y, por último, ella se desnudó. Tomó a los niños entre sus brazos, así que
solamente quedaron sobre la cama la ropa y un sobre con el resultado de los
análisis.
Marianela atravesó el marco
que separa la recámara del baño, se
introdujo en la tina y se hundió con sus hijitos en brazos.
Pasaron las horas, no había
ruidos en la casa. A eso de las 6:00p.m.
Llegó Pablo, estaba agitado por la intrigra: “Qué le habrá dicho el doctor? Ojalá que mis niños estén bien”.
Entró en la sala y dejó unos
juguetes y un collar que había comprado para celebrar la noticia, cualquiera
que fuera.
--Marianela, ya llegué—dijo con voz fuerte.
Victoria salió de la cocina y
dijo:
--Buenas tardes, señor. La
señora está en la recámara.
--Gracias.
Se apresuró a subir y al entrar
en la habitación, vio un montón de ropa sobre la cama y un sobre, que abrió y
leyó con detenimiento. Lo aventó y
lloró, lloró porque sus hijos tenían
galactosemia y estaban condenados a vivir
con las posibles discapacidades que acarrea esa alteración. De repente, comprendió la razón del silencio
y miró de nuevo a su alrededor: la ropita de sus hijos y la de su esposa, pero
no los escuchó. Entonces, se levantó
estrepitosamente, abrió la puerta del baño y presenció una escena de horror.