martes, 10 de abril de 2012

RÉQUIEM POR UN PERRO, HERMOSOTEXTO.


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Este pequeño libro, originalmente escrito en castellano, el idioma en que le hablaba a Fiorello, no es nada. No pretende tener valor literario, menos aún transmitir mensajes, ni secretamente ambiciona alcanzar, a través de su humildad manifiesta, quién sabe qué alturas. Sólo unas palabras tras otras, mías en toda la amplitud de lo subjetivo, que se habrían de leer tan despacio como yo las he escrito y con igual cuidado: sirviéndose de los labios, amén que del corazón, ya que al fin y al cabo, siendo aire, pueden quizá ser música. La identidad de mis eventuales lectores la desconozco por completo: ¿niños, poetas, o simplemente los que se rebelan un poco frente a las dimensiones habituales, tan agobiantes, del tiempo y del espacio? En fin: unas palabras tras otras en medio de una melancolía que es añoranza: un muy poco a la medida de lo muy poco que es un perro. Ciudad de México, 1972. C. C.

Es una mañana hermosa, hay mucho sol en mi jardín. Cantan los pájaros entre las frondas del pirul, todo es reflejo verde, van a abrirse las rosas de Castilla, la transparencia del aire sabe a ensueño: aparentemente, es la paz. Pero me hostiga una pena oscura, tanto más intensa por cuanto es intransferible y, en cierta medida, incomunicable: ha muerto mi perro Fiorello. Quince años tenía, muy largos, y algunos cortos meses. Desde hacía dos años, estaba ciego. La muerte de un perro no altera en nada el universo. Continúan dando sus vueltas los electrones y los planetas. Esta tarde lloverá según lo acostumbrado: pese a que mi perro ha muerto, el mes de julio es temporada de lluvias en México. Sin embargo estoy convencido, y seguiré estándolo, de que el perro que acaba de morir era una forma espléndida de la vida: y grave, y noble, y amorosa, y pura. Estoy convencido, y seguiré estándolo, de que pocas purezas son --en este mundo que, aun sin saberlo, anhela la inocencia-- tan puras como la que se vislumbra en los ojos mansos y suaves de un animal. Y así de grave, casi me atrevería a decir de pensativa y adulta, --así de pura («morir implica una cierta calidad de inocencia»: Krishnamurti)-- fue la muerte de Fiorello, llegada después de una semana de sufrimiento. Enmurado en su ceguera, visiblemente sacudido por ese martirio físico --cinco días, roído por la fiebre, no logró tomar agua-- mi perro mantuvo hasta el final una indescriptible dignidad frente al ultraje de la muerte; sólo de cuando en cuando, agobiado, buscaba mis manos y en ellas escondía su cabeza. Dios desprovisto de poderes, yo lo miraba obsesivamente y exaltábame un estruendo de preguntas (no franqueaban el umbral de mis labios) : ¿Por qué el Verdadero y Eterno, el que tiene en sus manos la infinitud de los poderes, permite este escándalo, el dolor de un inocente? Ahora contesto: ¿Acaso fue para que un hombre sienta lo que yo estoy sintiendo: la angustia sublimadora del amor? Voy a escribir algo que no será fácil creer: tanto era su pena que, una mañana,
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Fiorello trató de destruirse echándose --sé que deliberadamente-- por una ventana del primer piso. Es que yo, pobre dios desprovisto de poderes y acechado por preguntas, me obstinaba en no respetar su derecho a morir. Llamaba a un veterinario tras otro, le ponía sueros, inyecciones, lo forzaba para que ingiriera jarabes y pastillas. Con su ilimitada paciencia --su manera, me supongo, de permanecer digno en el desgarramiento de la carne--, él, que había sido un perro muy fiero, lo aceptaba todo. ¿No era yo su dios, yo con mis manos impotentes? Pero aquella mañana, después de una noche interminable, se comprende que ya no pudiera aguantar; se fue tambaleándose hasta la cocina del primer piso y, por una puerta que también sirve de ventana, se dejó caer al jardín. Lo recogí sobre el cemento; jadeante, se me abandonó en los brazos como si ya estuviese muerto. Fue por la noche de ese mismo día cuando de repente abandonó la vieja canasta de panadero, suya desde hacía más de quince años, y se tendió en el suelo de mi cuarto de trabajo. Y respiraba fuerte, una aflicción pesada, un cansancio muy opresivo, humildad y mansedumbre; así expuesto en el suelo, me dio la impresión de que se ofrecía en plenitud, cual si me estuviese rogando: «¡Concédeme morir!». Era su lección extrema. Entonces accedí a que le pusieran nembutales en el vientre y le mantuve la cabeza entre mis manos inútiles, apretándola con furia, hasta que murió. ¡Cómo me pareció pequeño cuando dejó de respirar! Vi que se le salía el alma de los dientes chiquitos, descubiertos apenas --¡quién sabe!-- para facilitar el tránsito. Envuelto en un pedazo de sábana, lo acosté so bre un diván en mi cuarto de trabajo. Me senté junto a él. La mañana después, lo enterré en el jardín que las lluvias del verano llenan de verde y flores, con pájaros que cantan y mariposas que revolotean. Pero ¿cuál poesía me va a consolar de la muerte de Fiorello, mi amigo? Durante más de quince años no he conocido presencia más dulce, más fiel, más íntima, más recata. ¿Y ahora? Ahora estoy solo, las noches se me hacen largas, y las paredes de esta casa sudan melancolía. Me consuelo con decirme que, si algo queda de lo que vivió --¡y algo queda, algo queda!--, Fiorello no se ha ido de mí. En una dimensión menos incomprensible que ésta, tal vez un día nos volveremos a unir. En la espera, no me aparto de la máquina de escribir, mi amado perro, ante la ventana a través de la cual veo el jardín en que estarás hasta la resurrección de toda carne. Estas teclas tan atormentadas por mis dedos han de ayudarte, con su tranquilo ruido, a descansar; y ver el jardín donde tú te encuentras me ayuda a mí a golpearlas. Entre las frondas del pirul canta una multitud de pájaros; hay reflejos verdes dondequiera; y se encienden las rosas de Castilla. Arriba anda Adelaida, la dócil emperatriz de Alemania, con sus escobas y sus cubetas: me expresó debidamente su pesar. Introduciéndose el índice de la mano izquierda en la oreja derecha, y con el medio de la mano derecha rasgándose los marchitados dientes, ahogada en timidez me dijo con un hilillo de voz: «Lamento mucho lo del pobre Florero». El «florero» eras tú, quien triunfabas. Muerto, sí, pero ¡qué alto resonó tu indómito gruñido. Hemos caminado juntos, por las noches, en las aceras estrechas de las calles florentinas, océano de antigua piedra hostil, a veces, hasta la perversidad. Me ha acompañado en Cuba y en Portugal y en Bélgica, en los Estados Unidos y en muy largos viajes por mar: mas para él no hubo geografía, ni crónica, fuera de mí. Vivió
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conmigo en el gris departamento de Montmartre, cuarenta y dos metros cuadrados de entristecimiento. No digo, puesto que sería exagerar, que hemos llorado juntos: pero sí tengo la certeza de que siempre comprendió mis lágrimas. ¡Feliz el hombre que sabe llorar --que sabe reír-- junto a su perro! Le encantaba echarse cerca de mi mesa de trabajo para escuchar apaciblemente el martilleo de la máquina de escribir. En vano interrogo el pasado: no me provocó jamás una molestia. Me había entregado su alma, pero nunca violó nuestro respectivo derecho a lo privado. No renunció un instante a esa increíble dignidad suya: el reino secreto de su inocencia, su pureza. Me dio más que la mayoría de los seres humanos. En la medida en que me transmitió benevolencia, no me distanció de la gente: me acercó a ella. Y me ha enseñado --¡ay no juraría, Fiorello, que lo lograste!-- un modo de vivir en equilibrio con lo natural y lo esencial: límpida encarnación de la naturaleza, mi perro me comunicó más espíritu de amor, paradójicamente, que los sabios de este mundo con que, vivos o muertos, he tenido contacto.

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