sábado, 23 de febrero de 2013

LOS MAREADOS

 Paula se sentía cansada, estaba agobiada por la realidad circundante: pobreza e incultura, hambre y violencia, ese era el ambiente cotidiano de los alumnos a los que atendía.    .  Paula siempre, procuraba mantener en la mente a todos para que, cuando se acercaran a ella, saber de qué se trata el problema o la circunstancia en la que se encontraban los alumnos, las familias o los grupos.
   Aunado a lo fuerte y apasionante de su labor, había sido impuesta otra;  la documentación que se disfraza de un “trabajo intelectual”, tal y como lo calificaba el supervisor, y ella pensaba “nos quiere marear,  intenta  convencernos, pretende que nos sintamos intelectuales, jajá”.
   Un día, al llegar a su casa, Paula se encontró con que su madre había enfermado, una diabetes cuidada rigurosamente había sido pasada por alto.  Ella tenía semanas observando a su madre decir que no quería comer,  habían intentado nuevos y apetecibles guisos, pero nada. 
   Al entrar en la casa, Paula corrió a la habitación y encontró a su mamá tendida ella cama, semi-inconsciente, que no quería comer, ni beber agua, ni hablar…  Ella se asustó al punto que llamó al doctor y a su hijo, necesitaba apoyo para resolver el problema pues  estaba indefensa, tal y como su madre.
   La situación fue que, con el susto, la preocupación, la ocupación en el hospital, olvidó llamar a su jefa y también le impidió recordar que al día siguiente recibirían la visita de la directora y  el conjunto de sus asesores para revisar la documentación…
   Consecuencia lógica de una tarde y noche tan accidentada, Paula no fue al trabajo.  Solamente se le ocurrió comunicarse con su compañera y amiga:
--Buenos días, Anel.  No iré a trabajar, mi mamá está enferma. 
--Está bien, no te preocupes.  Yo avisaré a la directora.
--Gracias, Anel.

   Rápida,  concisa, así debían ser todas las llamadas; pero Paula no seguía ese estilo, a ella le gustaba platicar.  Se sintió extraña, más extraña aún porque el temor de algo fatal fuera a invadir su casa y su corazón.
   Paula se consideraba buena en lo suyo, conocía técnicas y además, le encantaba leer y escribir, sentía que era su vocación y la explotaba en la oscuridad de su anonimato. 
   Cuando llegó su hijo, se sintió reconfortada.  Ambos, los dos, serían los responsables de acompañar, cuidar, vigilar, procurar y atender a Adriana, la madre y abuela que los había protegido, apoyado, acompañado, cuidado y procurado durante tantos años…
    Paula, que se vanagloriaba por su bien hablar, por la utilización correcta de las palabras, por su capacidad de escucha paciente y por sus dotes de escritora, recibió una llamada durante la noche, cuando ya estaban con su mamá en la casa, era Anel.
--Paula, llegaron a revisarnos y la directora se enojó porque no le hablaste a ella!  Además, dijeron que no  hemos trabajado porque no estaba la documentación.  Les dije que la tienes tú en tu computadora, pero no escucharon.
--No te preocupes, Anel.  Mañana llevaré mi lap y demostraremos que sí se ha hecho el documento.  Además,  ¡claro que hemos trabajado!  Los niños y las madres no son papeles!
   Así se prolongó la charla, Anel estaba preocupada y molesta, Paula la tranquilizaba. 
   Llegó la noche, Paula sentía que estaba tranquila, pero su personalidad obsesiva no le permitió descansar; daba vueltas sobre la cama, se paró a beber agua, intentó convencerse que debía dormir,  se proponía poner la mente en blanco, quitar imágenes y palabras  para, al día siguiente,  presentar el trabajo.  “Voy a llegar tranquila, no diré cosa alguna de lo ocurrido”, “No suplicaré  que me concedan el día al que tengo derecho, si me dan mi falta injustificada, lo aceptaré porque no tengo  que agradecer nada”, “No quiero que me vean con lástima ni que se erijan como bondadosos después de una humillación de mi parte”, “No me importa un descuento, mi mamá está primero que todo”, “Ojalá que la directora no se ponga impertinente”, “No haré el papelón de llorar frente a todos, eso es indigno”,  esos y otros pensamientos más  la acosaban una y otra vez. 
   Mientras la incomodidad generada  por esas ideas se apoderaba de ella, la noche y la madrugada se sucedieron, un silencio casi total  envolvía el ambiente y ella escuchaba el dormir  profundo de su madre: “Lo bueno es que ella está mejor, mañana le mediré  la glucosa, como lo recomendó el médico”, pensó un par de veces, “Debo dormir”.  Sonó el despertador y Paula, insomne, se levantó e hizo la rutina acostumbrada.  Cuando estuvo lista, despertó a Adriana y dijo:
--¡Buenos días!  ¿Cómo te sientes?  Voy a checar tu glucosa, pero no vi cómo la midió Esteban.  Espero que podamos hacerlo,
   Pinchó una, dos veces el dedo de la enferma, pero en ninguna de las dos ocasiones pudo colocar la muestra en el aparato.
--¡Qué tonta soy!  Entonces, mediré tu presión.
   Acto seguido,  envolvió el brazo izquierdo de su madre  con el pedazo de tela inflable, lo ajustó  y  encendió  aquél instrumento que, de manera automática, checa la presión arterial.  En eso estaban, cuando escuchó el timbre: 
--Vienen por mí. 
--Si, ya ve, yo anoto la medida.
--Bueno, entonces nos veremos dentro de un rato.
   Paula salió,  se sentía cansada y frustrada, pues no había sido capaz de dar a Adriana los cuidados que le correspondían.
--¡Hola!  ¿Cómo estás?—saludó a Fernanda, la amiga y compañera de trabajo desde hacía ya algunos años.
--Bien.  Vamos a otro día de aburrimiento, ¿verdad?
--Sí.  Espero que no me vayan a decir cosas desagradables porque hoy no me siento con paciencia.
   En el trayecto, fueron conversando acerca de lo agobiante que resulta la elaboración del documento que, según la institución, debe ser lo más importante en el trabajo, y no la atención a los niños y a los padres de familia.
   Cuando descendieron del auto, Paula  respiró hondo, como  si quisiera aspirar  una gran carga de tranquilidad y buenas intenciones para el día.  Ingresaron al Plantel, saludaron a los profesores que encontraron en su camino y entraron a la dirección de la Unidad a la que pertenecen.
--¡Buenos días¡--saludaron al unísono a  las compañeras que habían llegado unos momentos antes.
--Buenos días!—respondieron las compañeras.

Tomada de http://ortizfeliciano.blogspot.mx

   Fernanda y Paula se acercaron a la mesa, colocaron sus  respectivas  bolsas en la silla y se aproximaron a dar el beso de saludo a las demás.  Paula tenía gran aprecio por cada una de ellas, con todas había vivido experiencias gratas que le hacían valorar diferentes cualidades individuales, por ejemplo, con una había  iniciado su trabajo como compañera de escuela, con otra había compartido los últimos momentos de su padre, con la psicóloga había trabajado en un taller de padres que fue muy provechoso y admiraba su control emocional, también estaba la compañera con quien bromeaba, con una más había tenido la oportunidad de disfrutar los viernes de reunión sana en la que no había más bebidas que café y leche, con Fernanda compartía una debilidad: fumar, además de otras confidencias, con Anel había trabajado antes y habían confrontado las decisiones institucionales como una sola…  Otra de ellas, que era la más joven de todo el personal, que fue su directora ejemplar durante un par de ciclos escolares y cuyo nombre es Betty, dijo sentirse de mal humor, lo adjudicó a la carga de trabajo administrativo (técnico) y agregó que tal vez sería bueno que los rumores se hicieran realidad, que educación especial fuese absorbida por educación básica regular.  Paulina escuchó con atención, admiraba profundamente a las amigas que lograban contenerse y expresar sus molestias de manera clara, sin alterarse. “Ojalá yo pudiera responder como ellas”, se dijo... 
--Tengo que llevar el trabajo a la casa, como si no tuviera responsabilidades familiares, sociales, personales ajenas a esto.
--Lo mismo me pasa a mí—respondió empáticamente Paula.

   La directora no había llegado aún, lo que les  permitió sentirse relajadas.  Llegó Anel, la compañera de Paula. 
--Anel, aquí traigo la lap.  En cuanto llegue la directora, le mostraré el trabajo.
--¡Qué bueno, Paula!  Pero recuerda, no hay que decir nada.   Si  le decimos  lo que nos molesta, debe ser en corto, sin evidenciar.
--Sí—concluyó Paula.
   Fueron llegando las que faltaban, las “especialistas” que laboran en diferentes escuelas y que, curiosamente, tienen los mismos problemas qué atender.
   Llegó también el asesor, un hombre joven que fue compañero de Unidad, que desde que cambió    de puesto, se vistió de una solemnidad inaudita.   Luego, la directora.  Dio inicio la reunión.
  Se dio inicio al “arduo” trabajo  de la unidad en un jueves cualquiera, pero para Paula no era así: tenía a su mamá en casa y la necesidad de regresar a su casa.   En un punto de la agenda, cuando se tocaron los llamados “Asuntos generales”, Anel  hizo un reclamo:
--Tú llegaste enojada, no me escuchaste y criticaste nuestro desempeño.
--Es que no es pretexto el hecho de que Paula te haya avisado a ti solamente, además el trabajo debería estar en la escuela.
   Paula,  que se caracteriza por un temperamento irascible pero controlado, pensó:  “?Cómo se atreve a decir que no hay trabajo sin haber recorrido los salones?  ¿Cómo si nunca nos ha visitado más que para llevar algún papel o recoger una copia fotostática?”.  Intentó  calmarse, pero le fue imposible y estalló:
--¿Cómo que no es justificación?  Anel no tiene por qué conocer lo que ocurrió con los alumnos que se fueron el ciclo pasado porque ni siquiera los conoció, además, si no te hablé fue porque cuando una tiene a su mamá enferma, no tiene cabeza.  Y de una vez voy a decir todo lo que me molesta.  En primer lugar,  la cultura de la amenaza, eso de que se debe  hacer algo porque si no tales son las consecuencias;  otra cosa es que nos  descalificas y no calificas el trabajo.  Además, si dices que debí avisarte con anticipación de la falta, es como si supusieras que yo puedo programar la enfermedad de mi madre para el día en que vas a ir a revisarnos.  Y, en el último de los casos, si falté, ¡fue mi pedo!
   Al decir lo último, Paula se dio cuenta que había hablado sin pensar,  dijo todo lo que le molestaba e incluso, utilizó un vocablo que evitaba por lo grotesco.  Todas las compañeras la habían escuchado, estaban sorprendidas y el silencio cubrió  la habitación prefabricada.   Luego, se retomó la junta, Paula estaba aún muy enojada ya directora, también  irritada, indicó a la maestra que llevaba la relatoría:
--“Senta” en el acta que Paula se moderará de comentarios irónicos  porque falta al respeto al Consejo Técnico.
   Al escuchar la instrucción, Paula pensó:  “Ja, no es senta.  Pero no diré nada”
   No abrió la boca el resto de la reunión, esperaba con ansia el momento de la conclusión para llegar a casa y ver a su madre.  
   Al fin, la chicharra, era la hora de salir.  Antes de retirarse de aquel lugar  repudiado por ella, Paula solicitó la atención del Consejo Técnico y dijo:
--Estoy apenada, no quise faltarles al respeto a ustedes.  Les prometo que no vuelvo a hablar en las juntas.
   Sus compañeras la animaron:
--No digas eso, Paula.  Tú sabes mucho.

   Salió y Betty,, su amiga  con el enfado  controlado, la llamó:
--¡Paula!   Ya sabes que vivimos cerca, si necesitas algún apoyo  ahora que tu mamá enfermó o para cualquier otra cosa, no lo dudes: cuentas conmigo y con mi esposo.  No importa la hora.

   Paula se enterneció, agradeció profundamente a su amiga las palabras que le aseguraban que tenía la comprensión  y el apoyo moral que, por supuesto, no recibió de la directora.
   Ahora, unos días después del suceso, Paula confirma la idea que ha tenido de hace tiempo: “Hay quienes se suben a un ladrillo y se marean”

lunes, 18 de febrero de 2013

La noche terminó y comenzó el siguiente día.



    Comenzaba el mes de diciembre, el aire era frío y el ánimo renovado que inicia cada último mes del año se podía respirar.  Sin embargo, para Pamela, que llevaba a cuestas quince  kilos de más y ocho meses de embarazo, la hacían   temer que el producto  fuese a ser  un limitante para las fiestas decembrinas.  “Creo que no llegaré a las posadas, los pies me están matando”, pensaba mientras limpiaba el reducido cuarto que habitaba junto a su esposo y a Jennifer, de dos años  y primogénita de la joven pareja.  


Tomado de http://proyectario.blogspot.mx

   Al sacudir  el ropero empolvado, el dolor de los brazos se incrementaba, “Algún día tendré dinero para ir a que me curen los brazos,  estos tatuajes estuvieron mal hechos, creo que me lastimaron por dentro, nunca pensé que los brazos  me dolerían con el frío”, pensaba  al tiempo que movía con mayor rudeza las manos a fin de provocar que se calentaran.
   Llegó la primera posada, Pamela y Jorge asistieron a la que se organizó en la misma calle donde vivían.  Ahí, en la calle, recorrieron casas con una vela en la mano, cantando en la procesión para pedir posada.  Cada paso que daba se encaminaba al término de su embarazo, que estaba  calculado para fines de mes.  Ella se olvidó de sus pies hinchados, de su exceso de peso, de su cansancio  y del dolor de los brazos, estaba entusiasmada porque, después de los cánticos, vino la fiesta.  Bailó con pesadez pero con mucho ánimo,  movía  sus caderas al  ritmo de la salsa, dio giros con la música moderna y, por último, tomó un rico ponche preparado por doña Petra, la anfitriona.
--¡Qué ritmo tienes, Pamela!  Viéndote bailar, nadie pensaría que tienes tan avanzado el embarazo.
--Gracias,  Petrita.  Es que la música  la llevo por dentro, como dicen—contestó con felicidad.
--¿Y ya tienen  todo preparado?
--Sí.  A fin de mes nacerá.
   La noche terminó, y comenzó el siguiente día.   Jorge,  aún ebrio, dijo a su mujer:
   
--Vámonos a la casa, gorda. 
   Ella asintió, se despidió de todos y se encaminaron a su domicilio. 
   Al entrar a su cuarto, él la tomó entre sus brazos y la besó como hacía ocho meses  no lo había hecho. Y la hizo suya.
   A mediodía del 17 de diciembre, Pamela estaba  preparada, tenía una maletita con su ropa, una camisetita , un pañal, una chambrita y una  pequeña manta para cubrir al que llegaría.   Ya era hora.
--¡Jorge!  ¿Ya es hora de ir  el sanatorio!  No aguanto el dolor—gritó con desesperación.
--¿Cómo dices?  Déjame vestir y te llevo—respondió el hombre al tiempo que se incorporaba del pesado sueño, producto de la noche anterior.
   Ambos abordaron un taxi  rumbo a la clínica.  Después de cuatro horas de espera, al fin  Jorge tuvo noticias:  había sido un niño.
   Los padres estaban felices, ya tenían una pareja, al niño lo llamarían Jorge, para seguir la tradición de la familia…
   Dos navidades más tarde, la de 2006, Pamela estaba nuevamente embarazada, la  diferencia era que aún no subía tanto de peso, pues apenas llevaba  cuatro meses de embarazo, así que pudo asistir a todas las posadas,  festejar la Navidad y recibir al Año Nuevo con total tranquilidad y mucho baile. 
   En  mayo de 2007 nació la tercera hija, una niña morena,  de ojos grandes y demasiado cabello, a ella la llamaron Jimena.
   Pasaron los años, Jennifer, Jorge y Jimena  fueron creciendo  en medio de carencias y promiscuidad, pues sus padres no  lograron salir del cuarto  de la casa de su abuela.  Ellos observaban con  ojos diáfanos cómo sus compañeros de escuela tenían juguetes, dulces, comida, diversiones que ellos no.  Pero callaban.
   Sus padres, jóvenes aún,  pero con una frustración  añosa, peleaban cada vez más.   Una de las cosas que más lamentaba Pamela era el dolor en los brazos, no había logrado conseguir el dinero necesario para borrar los tatuajes , cada vez que hacía frío, recordaba el tiempo en que tuvo la idea  de pintar su cuerpo.  De eso habían pasado ya 17 años., seis  más del primer parto.  “No debí  aceptar estar con Jorge, es un fracasado”, se decía una y otra vez, mientras la ira, se apoderaba de ella.  “A ver, vivimos aquí, con mi suegra que es una  vieja grosera, y luego, estos tres chamacos, hay que llevarlos a la escuela y no tenemos dinero”, y arremetía contra todo lo que se  le pusiera enfrente. 
Pamela, como la mayoría de las madres, adoraba a sus tres hijos, era algo incomprensible para ella, no podía explicar la razón por la que los tres eran parte sustancial de su vida.  Procuraba hacer rendir el dinero que Jorge padre llevaba a casa cada quincena, cuando era el día de pago en el bar donde trabajaba. 
   Cuando los hijos estaban en la escuela, Jorge iba al trabajo y ella se quedaba sola en la habitación  que ocupaban, se sentía muy  triste porque se daba cuenta que la vida que le había tocado vivir o que ella había elegido, eso no importaba, no era la que hubiera deseado. 
   Una tarde en que los  niños hacían la tarea,  Pamela enfureció:
--¡Jimena, estas son las vocales!  ¿Por qué no puedes aprender?  ¡Verás que con unos buenos, aprendes!
--¡No, mami!—chilló Jennifer.—No le hagas así para que aprenda.  Es muy doloroso..
   Pamela se detuvo, recordó cómo fue el trato en su casa y el dolor profundo que le imprimieron los golpes,, que quedaron tatuados en su alma y le dolían como los de sus brazos, pero en todo momento. 
--Está bien, pero entonces los cambiaré de escuela.  Buscaré una que quede cerca de tu secundaria, para no tener qué gastar más.
--Sí, mamá—contestó la primogénita  que se había transformado en heroína por salvar a Jimena de una buena tunda.
   Pamela se dio a la tarea de buscar escuela; habían pasado ya varios meses del inicio del ciclo escolar, pero ella sabía que los cambios se pueden brindar en cualquier momento.  Consiguió  los lugares, ya era un hecho.
   El primer día que Jorge y Jimena asistieron a la nueva escuela,  se levantaron de madrugada, pues tenían que abordar el transporte subterráneo que, a esa hora, es lento y muy saturado.  Llegaron a la estación 90 minutos antes de la hora de entrada escolar,  es decir, a las 6:20 a.m.  Dejaron pasar varios vagones, pues el acceso a ellos era imposible.   Habían esperado media hora, los niños estaban fastidiados y somnolientos, Pamela se había  desesperado  por la espera, Jorge y Jimena se sentían cansados  de cargar el peso de las mochilas que llevaban  en la espalda, cuando, a empellones, ingresaron al tercer tren que pasó.  Todos apretados, Jorge quedó justo debajo de la axila pestilente de un hombre,  sintió náuseas.  Jimena estaba   al lado de su mamá,  pero llevaba la bolsa de  una joven en la cara, apretándola  e impidiéndole mover la cabeza.  Así pasaron una,  dos, tres, cuatro estaciones y bajaron.  ¡Por fin,  se liberaron de las restricciones !
   Llegaron al Plantel, era una primaria  vieja, la construcción era de dos pisos, como las escuelas antiguas.  Ahí estaba un hombre serio, de traje, limpio y muy solemne.  Era el director  y les dio la bienvenida.
--Jorge estará en el grupo 3º.”A” y Jimena en el 2º.”B”.  Las profesoras ya saben que los niños entran hoy  y espero que tengan un buen día.  Ojalá se adapten rápido,  pues llevamos más  de medio ciclo escolar.
--Sí, maestro.  Gracias—respondió Pamela .
   Los niños, temerosos y fatigados, entraron a sus respectivas aulas.  Ambos  cargaban, además de lo pesado de sus mochilas,  sus años de carencias y amenazas, golpes y gritos  
   Han transcurrido tres semanas desde que Jorge y Jimena fueron cambiados de escuela,  lloran todo el tiempo que están en ella y las maestras no saben qué hacer.  “Solamente están tranquilos cuando es recreo , cuando están en Educación Física o cuando no les ponemos trabajo.”, dicen cada  una.  “Yo creo que no les gusta estudiar ni esforzarse”, “Su mamá no los atiende como lo requieren”. “No sé qué le pasa, no quiere trabajar”, son algunos de los comentarios, mientras los niños son conocidos por todos los alumnos de la escuela por llorar incansablemente.
   Hoy, temprano, se escuchó un llanto  aún más sonoro: era Jorge que se rehusaba a entrar a su salón y, frente a él, Pamela golpeaba su rostro.
--¡Métete!  ¡Obedece!—gritaba una y otra vez.

   Una de las trabajadoras manuales, la más joven, corrió a la dirección y comentó con voz entrecortada:
--Maestro, una señora está golpeando a su hijo.
   El director,  conocido y apreciado en el rumbo por estar ya varios años al frente de la escuela, se incorporó alarmado. 
--¿Cómo está el niño?—preguntó mientras se dirigía al lugar en el que vio a la mujer, enfurecida, golpear la cara del niño que suplicaba que no se fuera.
--Señora, váyase ya.  Es hora de trabajar en la escuela y Jorge debe estar en su salón. 
   Ella no dijo palabra alguna, dio la vuelta y salió del Plantel.  El director abrazó al menor y preguntó:
--¿Por qué te pegó tu mamá?
--Mi mamá no me pega.

   Javier, director de la primaria, quedó pensativo, “¡Cuánto debe querer este niño a su madre!, o tal vez, le tenga miedo”, después le preguntó:
--¿Qué desayunaste hoy?
--Leche y pan—contestó Jorge, aun gimoteando.
--¿Trajiste algo para la hora de recreo?
--Si, dos sándwiches—contestó el niño mientras sacaba un recipiente de plástico en el que estaban acomodados los alimentos.
--Pues no cabe duda de que tu mamá te quiere.  Pero dime, ¿te pega  mucho?
--Ya no.
   Javier volvió a quedar pensativo.  “Lo que pasa es que la señora está frustrada, pues quiere a sus hijos, lo demuestra con el cuidado que pone hacia ellos; es un problema  social,  la falta de alternativas para resolver conflictos.  Pero no es sencillo.”
   Llevó al niño a su salón, lo presentó de nuevo ante sus compañeros y pidió que lo apoyaran para que se sintiera parte del grupo y regresó a sus labores directivas sin olvidar que en su escuela hay muchos niños que sufren y que, desgraciadamente, no puede hacer más que procurar darles un buen rato de aprendizaje.

viernes, 8 de febrero de 2013

Emigdio


  Emigdio, joven padre de dos niños, buscaba trabajo; había recorrido varias calles, tocaba los timbres de los portones de las escuelas de nivel medio para conseguir el empleo de docente al que, según el grado de licenciado que había obtenido con mención honorífica, le correspondía.
   Durante los cinco años de estudios de licenciatura se había esmerado, había conseguido dominar  varios conocimientos de lo vasto de su carrera, había transcurrido el tiempo de estudiante  en medio de felicitaciones, rivalidades, confrontaciones intelectuales y, en fin, todas las emociones que puede experimentar un estudiante aplicado a su vocación.

                          Tomado de http://josemarco.blogia.com

Después de meses de búsqueda, como si estuviera tras un tesoro valioso, le respondieron afirmativamente, lo emplearían en una preparatoria privada, con poco prestigio y con un salario apenas aceptable.  Lo pensó mucho, porque le había costado esfuerzo estudiar pero, reflexionó, sería el primero de muchos trabajos que obtendría.
   Al día siguiente, muy temprano, se alistó.  Antes de salir de su hogar, se despidió dela familia, su esposa y sus hijitos le dijeron adiós.  Emigdio sentía una emoción diferente, era el paso de la vida estudiantil a la laboral, esa comenzaría  al día siguiente de la firma del contrato…
    Al llegar al Plantel, se encontró con una serie de profesores, todos ellos mayores que Emigdio.  Saludó y preguntó por la Mtra. Gómez, que era la coordinadora  y responsable de los recursos  humanos de aquel lugar.
--Buenos días, profesora.  Soy Emigdio Cisneros, vengo a firmar el contrato para dar clases.
   La mujer levantó la vista, sonrió y se presentó con el joven aspirante a profesor.
--Buenos días, profesor.  Soy la coordinadora del Plantel y le doy la bienvenida.  Usted dará la clase del Profra. López, quien se tuvo que retirar.
   Acto seguido, abrió el cajón de un escritorio y sacó de él una carpeta.
--Aquí están los datos de los grupos y los alumnos a los que usted atenderá.  También está el Plan de estudios  de los dos grados en los que impartirá su clase.  Revíselos y comenzará el próximo lunes.
--Muy bien, profesora Gómez.  Solamente una pregunta: ¿Debo venir de saco y corbata?
--No, profesor, no es necesario.  Venga usted vestido  como acostumbra.
--Bueno, entonces… nos veremos el lunes.

   Al llegar a su casa, Emigdio estaba eufórico, transmitía felicidad y belleza todo cuanto veía, se expresaba con entusiasmo mientras revisaba el Plan de estudios.  Hubo algo que llamó su atención y fue en el reporte de trabajo del profesor López: “? Por qué tantos repasos?  ¿Cuál es la razón por la que no se han visto los  temas signados en el Plan de estudios?”.
   Al fin y al cabo, Emigdio tenía dos días para planear su trabajo, dosificar los temas no vistos y alcanzar a ver todo lo que hacía falta.  Con calendario en mano, hizo las cuentas de las clases que impartiría en el semestre, dos por semana; repartió los temas no vistos y los que el plan marcaba para el resto del semestre, los distribuyó de acuerdo a la importancia con una o dos clases.  Revisó las calificaciones dejadas por el profesor López, se percató que el aprovechamiento delos estudiantes era pobre y pensó en estrategias que apoyaran a los alumnos a resolver su atraso escolar.  Los pensó como jóvenes ávidos de conocimientos.
   El domingo por la noche, Emigdio comentó a su esposa:
--Mañana será el gran día.  Estoy realmente ansioso de que llegue el momento, poder  ayudar, transmitir, compartir, orientar  vocaciones.  Gracias por apoyarme en esta aventura que, como ya sabes, es temporal.  Solamente mientras consiga ingresar a una Maestría.
   Ella sonrió emocionada, se sentía parte de él y, como ambos eran uno solo, le dio un beso amoroso y durmieron.
   El lunes temprano, salió Emigdio rumbo a su primer día de trabajo,  llegó al Plantel y caminó hasta el salón en el que había alrededor de 50 adolescentes, todos ellos se veían muy parecidos porque tenían el corte de cabello que se estila ahora, el de los reguetoneros.  Emigdio se sintió agobiado: “¡Todos se ven tan iguales,  como si los hubieran producido en serie!”, pensó.
   Dio unos pasos, saludó a los  jóvenes que ya lo habían visto.  No escucharon, estaban  sordos, no escuchaban más que  a su interlocutor más próximo que, por supuesto, no era él.
   Intentó varias veces poner orden en el grupo.  Primero, recorriendo el salón, caminando entre las bancas, hablando quedo.  Nada resultó.  Por último, escribió su nombre en el pizarrón y  la materia que  impartiría:
                                      Profr. Emigdio Cisneros,
                                       Materia:  Historia.
   Una joven solamente escuchó con atención las palabras de Emigdio, era Rosa María.  Emigdio la ubicó de inmediato: “Es la única que tiene 100 ellas calificaciones que dejó el otro maestro”.
     En los demás grupos, Emigdio se encontró con la misma clase de alumnos:  muchachos irreflexivos, retadores, ignorantes de la finalidad de la escuela.
    El último grupo al que entró Emigdio era el 604, en él había un muchacho que llamó su atención por lo desfasado en edad, tenía 22 años; su nombre era Justin.
--¿Puedo pedirle un favor, joven?
   Justin, que estaba entusiasmado platicando  con su novia acerca de la fiesta del fin de semana, volteó hacia el profesor, lo miró y le dijo:
--No.
   Emigdio sintió que la sangre se le agolpaba en la cabeza, respiró hondo y con una voz impositiva agregó:
--Bueno, entonces, siéntese.
--Espéreme tantito, profe.  Solamente termino de platicar esto.
-Siéntese—repitió Emigdio mientras tomaba a Justin del brazo para conducirlo hacia el asiento.
--Dije que no.  Además, a usted le pagan para  aguantarnos.

   Emigdio quedó callado.  No respondió porque sabía que sería inútil hacer reflexionar al muchacho.  Tomó sus cosas y se dirigió a la Coordinación del Plantel.
--Maestra Gómez, vengo por mis papeles.  Estoy realmente decepcionado de la población estudiantil.
--Pero profesor, son jóvenes, hay que comprenderlos y negociar con ellos.  Debemos dirigirnos con respeto, pedirles que  pongan atención.  Además, usted sabe,  sus padres pagan para que les demos el certificado.  Aquí se intenta que aprendan, pero si no lo hacen, no importa.  Lo importante es que nos paguen.
--¡Cuánta falta de ética, maestra!  Además, yo no estudié para aguantar groserías.  Uno estudia, se esfuerza, adquiere conocimientos y cultura,  formas  de interacción que,  a estos muchachos, les harían mucha falta.
--Profesor, piénselo bien.  Reflexione acerca de la importancia de tener un trabajo, aunque  no le permitan dar su clase, usted  tendrá su pago.  A cambio,  lo único que debe practicar es su paciencia.
--Pues no, no quiero ser un remedo de  profesor.  Gracias.
   Emigdio salió con lentitud, con la satisfacción del deber cumplido porque, a fin de cuentas, había expresado su pensamiento y sus expectativas, había sido capaz de dejar un empleo de simulación y un grupo de adolescentes que seguramente no llegarían a concluir una licenciatura.

•        En México existen muchos planteles privados que no tienen renombre, que están incorporados a  la SEP  o a la UNAM pero que no aplican los reglamentos correspondientes a cada una de estas instituciones.  Los dueños de estas escuelas regalan las calificaciones a los alumnos y, por consiguiente, no forman personas independientes, competitivas, no orientan vocaciones, no corrigen errores.